Julieta García Vázquez: La argentina que convirtió el pan en arte en un museo de París
La propuesta se inspiró en la huelga anarquista de 1888, en Argentina, en la que nacieron las facturas más provocativas: vigilantes, bolas de fraile y libritos contra el poder. / gentileza
Este comienzo inesperado es la suma del reconocimiento de una masa madre y de la instantaneidad comunicacional, capaz de informar que el chico que vi apenas ingresé al vagón y que portaba entre sus piernas un bol con masa madre en una tórrida tarde de verano parisino era Francois Massonnet, uno de los panaderos que participa de este proyecto colectivo.
Desde el pasado 22 de junio, la argentina García Vázquez junto a un grupo de panaderos franceses y poetas de distintas nacionales residentes en París (Maxime Bussy, Dado Amaral, Elsa Bernot, Guillaume Contre, John Dewitt, Marie Frampier, Fabrice Gallis, Ulysse Lauras, La conquete du pain -una panadería orgánica-, Gloria Maso, Paviania, Curtis Pultrak, Liv Schulman, Marion Vaseur Raluy y Gaultier Vexlard) se ha propuesto pensar el vínculo entre la materia y las palabras.
Equipo completo: panaderos, poetas y la artista. / Gentileza.
Lo hace rememorando la huelga de panaderos que tuvo lugar en Argentina en 1888, organizada por la Sociedad de Resistencia de los Obreros Panaderos, el primer sindicato moderno del país, para el cual el anarquista Errico Malatesta redactó un estatuto que apelaba a “lograr el mejoramiento intelectual, moral y físico del obrero y su emancipación de las garras del capitalismo”.
A lo largo de los diez días que duró la huelga, los panaderos inventaron facturas y panes en clave provocativa contra la policía, la Iglesia y el ejército. De esos días provienen los vigilantes, los cañones, las bombas, las bolas de fraile o los libritos que encontramos en las panaderías.
A partir de esta pista, cuyo “vínculo entre palabra y comida parece haber sido suturado con hilo de coser ideológico”, en palabras del sociólogo Christian Ferrer, cada semana los integrantes de esta comunidad abordan temas vinculados a los procesos químicos y técnicos de la panificación, a la inmaterialidad de ciertas prácticas creativas y a la noción del lenguaje como constructor de realidad. Todo ello con un objetivo: inventar de manera colectiva distintos panes. Como “el pan suspendido” del que me habló Francois en el metro.
Ese concepto no es nuevo ya que se desarrolló en los años de la posguerra italiana. Cuando la gente iba a un bar y pagaba por un café suspendido, esto era la posibilidad de “comprar” un café para alguien que no tenía dinero y, al estar pago, cuando alguien pedía un suspendido el mozo se lo servía y lo tachaba de la pizarra que lo anunciaba. Ahora el grupo se pregunta cómo introducir esta lógica de intercambios a través del pan. La voluntad de hacer de la escritura una práctica material y de la masa un organismo afectivo se relaciona con el propio proceso de amasado. Al amasar estiramos y contraemos la molécula de gluten encargada de aportar estructura, al hacerlo permitimos que el aire ingrese en la masa para realizar la fermentación. Pero el aire que ingresa conserva información sobre el espacio donde la acción ha sido generada, por ello señala la artista “el aire es contexto”.
La primera acción del proyecto consistió en mezclar las distintas masas madres desarrolladas por cada uno de los panaderos, con la intención de establecer una simbiosis entre las distintas colonias de bacterias. Partir de las estructuras que aporta el arte para crear una materia comestible y no un objeto artístico permite reflexionar sobre la digestión, una de las fases de transformación de la materia alimenticia. Las regulaciones sanitarias prohíben que los alimentos que no cumpla con el protocolo reglamentario puedan ser ofrecidos y consumidos en el interior de una institución. Lejos de frenar el sistema de intercambios, este hecho lo ha multiplicado. El pan que el grupo produce es distribuido por distintos puntos de la ciudad y se vende en las panaderías que cada uno de los cinco panaderos posee. Así este cúmulo afectivo y mensaje camuflado ingresa en la vida cotidiana para continuar su proceso de transformación, iniciado con las dinámicas inventadas por la Unión de Poetas y Panaderos.
Enfrentar el acto creativo en los márgenes de sus formas reconocibles le permite a la artista no verse en la obligación de satisfacer la demanda objetual. Sin embargo son las formas organizativas y conectadas del lenguaje artístico las que le permiten explorar otras formas de colaboración y desarrollar una plataforma multidisciplinar para comprender pero también para intervenir en la sociedad. Colocar en primer término a la producción, en una zona donde emergen distintas disciplinas y saberes, señala el interés de Julieta García Vazquez por explorar la capacidad de acción del arte público y los modos de sobrepasar sus límites institucionales, restituyendo para los visitantes el sentido de las experiencias en común. Esta zona de acción colectiva nos permite pensar en la ampliación del acto creativo y en la imaginación poética como en una forma de transformación y resistencia, con la capacidad para reponer una trama social tan afectiva como solidaria.
García Vázquez: cómo regenerar vínculos
Julieta Garcia Vazquez y su proyecto en el Palais de Tokyo, la Argentina que convierte el pan en arte. foto prensa
Buenos Aires, 1978. Estudió en la Escuela de Fotografía Andy Goldstein e hizo un intercambio de un año en la Parson School of Design en Nueva York. Ha realizado proyectos con la Casa del Bicentenario, con el Van Abbemuseum en los Países Bajos (de 2012 a 2016) y con el Museo Nacional de Bellas Artes (2014). Es miembro fundador del colectivo de artistas Rosa Chancho. Su trabajo investiga posibles sistemas de reconstrucción, preservación y regeneración social, a través de modelos de colaboración.
En Francia, la baguette es un asunto de Estado
Los productos más reconocidos de las panaderías francesas, las famosas baguettes, popularizadas a partir del siglo XIX, tuvieron que esperar hasta 1960 para obtener un decreto que clarificara sus características y las normalizara.
La disposición señalaba que una baguette tradicional debe medir entre 55 y 65 centímetros y pesar entre 250 y 300 gramos. Pero un nuevo decreto aprobado en septiembre de 1993 con los sellos del ministro de Justicia, el ministro de Economía y el ministro de Agricultura y Pesca, especificaba que solo pueden venderse bajo el nombre de “pan casero” o con un nombre equivalente, panes completamente amasados, moldeados y cocinados en el lugar de venta al consumidor final.
Estos panes no pueden haber sufrido ningún tratamiento de congelación durante su preparación. Y tienen que estar compuestos exclusivamente por una mezcla de harinas de trigo, agua potable, sal y levadura de panadería (Saccharomyces cerevisiae). De esta manera la baguette tradicional francesa exhibe con orgullo su etiqueta de “sin aditivos”.
Fuente: Clarín