Este miércoles comienza en San Juan una nueva vieja etapa. Nueva, porque el programa en cuestión tiene apenas un par de meses de vida. Vieja, porque no cambia demasiado su naturaleza de medida de emergencia y supuestamente transitoria, hasta que las cosas mejoren de manera estructural y definitiva.

Efectivamente, este miércoles llegan las primeras tarjetas AlimentAR a la provincia, para los beneficiarios de AUH de los departamentos Capital, Santa Lucía y San Martín. En adelante continuará el calendario hasta cubrir los 19 municipios y un total de unos 33.000 plásticos asignados a familias con hijos e hijas menores de seis años de edad, que requieren auxilio económico para comprar comida.

Lo novedoso radica en la pretensión del gobierno de Alberto Fernández de unificar las ayudas detrás de un solo beneficio, personalísimo y sin intermediarios, como ocurrió tiempo atrás con la Tarjeta Social que se fue diluyendo al ritmo de la inflación y la negativa del gobierno de Mauricio Macri de actualizar los montos.

De 800 pesos mensuales que se acreditaban para la Tarjeta Social, Nación solo aportaba 130 pesos y el resto la provincia. De esos 800 pesos, las mismas familias ahora pasarán a recibir 4000 pesos cada mes, a través de la tarjeta AlimentAR.

Más allá de los sutiles detalles del plan, es en esencia una política heredera de la Caja PAN de Raúl Alfonsín de los años '80. Tras el advenimiento de la democracia, el gobierno legítimamente electo por el voto popular entendió que algo debía hacer a modo de auxilio para las familias que habían quedado en la calle, luego de las salvajes políticas de endeudamiento e importación sin restricciones que aplicaron las Juntas Militares.

Casi 40 años después, el problema social no solo no se resolvió sino que se agravó. Las políticas de ayuda fueron creciendo, al ritmo de una pobreza en ascenso. Los últimos datos oficiales del INDEC y del Observatorio para la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina arrojaron alrededor de un 40 por ciento de personas por debajo de la línea de pobreza. El número supera el 50 por ciento si se considera estrictamente a los niños y adolescentes.

El Plan Argentina contra el Hambre de Alberto Fernández parte del reconocimiento de esta realidad inocultable. Es la pobreza estructural, aquella que ya va por su tercera generación de excluidos según el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo. Pero también los argentinos y argentinas de clase media baja que perdieron su empleo o aún conservándolo no les alcanza para alimentarse, por la precariedad de su fuente laboral y la estrechez de sus ingresos.

La atención de los sectores de menores recursos se materializó en los bonos para jubilados que cobran los haberes inferiores en la escala. También en los 4000 pesos para los asalariados tanto públicos como privados no jerárquicos. Pero tuvo como contracara una política de solidaridad forzada para los sectores más pudientes. El paro sojero de esta semana es reflejo de la disconformidad de ese segmento rico.

Sin embargo, aquella idea no innovadora de ponerle plata en el bolsillo a la gente empezó a palparse en una estadística oficial, para algunos impensada. El dato fue revelado ayer aquí en Banda Ancha por el vicepresidente del Instituto Nacional de Vitivinicutura, Hugo Carmona. Dijo que el consumo de vino per cápita, que había caído en 2019 a 18 litros, repuntó a 23 litros en la actualidad.

Ese leve, mínimo corrimiento hacia arriba, debe interpretarse como un respiro para la industria pero particularmente como una reacción del argentino promedio, que apenas pudo, volvió a buscar esa bebida nacional en la góndola del supermercado.

Ya no se trata de una mirada peyorativa hacia la ingesta de una bebida alcohólica, sino del consumo cultural de un producto cuya presencia en la mesa simboliza encuentro. Animarse a comprar una botella de vino, significa que alcanzó para el pan y para la carne, para las verduras y para la leche. Entonces sí, porqué no, también para volver a una vieja tradición sofocada por la malaria.

JAQUE MATE