No fue el discurso del presidente Alberto Fernández, pese a su espesor político, el que se llevó las tendencias en redes sociales este 10 de diciembre, sino el instante en que Cristina Fernández de Kirchner le estrechó la mano con dureza a Mauricio Macri, sin dirigirle la mirada, como corolario visual de una grieta sin camino de retorno.

Para los más fervorosos admiradores de la ahora vicepresidenta de la Nación, fue un acto sublime de justicia histórica, en el que ella finalmente pudo cobrarse mínimamente los cuatro años de hostigamiento. Para los defensores del macrismo en su ocaso, la postal se convirtió en un motivo más para odiarla a ella. Por las mismas razones de siempre, que podrían sintetizarse en un solo concepto: la soberbia.

Sin embargo, la tentación de quedarse en esta nimiedad, esos microsegundos de una jornada que ya está inscrita en la historia grande de la Nación, termina siendo funcional a la pavada. Nuevamente, caer en la discusión de los modos que ponen a uno por los cielos y a otra por el suelo. Sin considerar que detrás de esa forma está camuflado el fondo, ahí donde habitan los problemas estructurales de un país lastimado por la desigualdad y la exclusión, por la frustración de los sueños de la clase media y por la inviabilidad de las inversiones privadas, porque cíclicamente todo se va al demonio y la quiebra espera a la vuelta de la esquina.

En ese plano de las formas, igualmente sirvieron un par de imágenes que ofreció el presidente Fernández. La primera, cuando llegó a jurar manejando su propio vehículo particular, sin chofer, sin pompa. Y el segundo cuadro, posiblemente el de mayor impacto, haya sido cuando tomó la silla de ruedas de Gabriela Michetti para colaborar con su desplazamiento. Nuevamente, bastaron unos pocos segundos para plasmar el contraste con el destrato que sufrió la vicepresidenta saliente muchas veces dentro del espacio Cambiemos.

Más allá del valorable par de gestos de Alberto, también sería equivocado detenerse en esa simbología icónica, frente a la densidad de su primer discurso frente a la Asamblea Legislativa. Las consignas salidas del laboratorio de marketing y de los focus group, aquellas de los globos, del "sí se puede" y todas aquellas arengas vacías, dejaron paso a las definiciones políticas más estructurales. Todas ellas, atravesadas por un mismo concepto, el de la unidad ya no de un partido político sino de la clase dirigente. Porque caso contrario el país se tornará inviable.

Por eso Fernández, el presidente, enumeró los datos  más crueles de la herencia económica y social que deja Macri, pero sin batir el parche del "no vuelven más", sin imputarle a la gestión de Cambiemos aquello de que dejan "tierra arrasada", como buena parte de la militancia justicialista habría esperado escuchar. Fue sobrio el ex jefe de Gabinete de Néstor Kirchner durante todo su mensaje. Incluso cuando anunció las medidas más duras, como la intervención de la Agencia Federal de Inteligencia, o la redefinición de la pauta multimillonaria con los medios de comunicación y los periodistas más afamados de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Fernández, el presidente, parece ser el hombre apropiado para el momento histórico que atraviesa la Nación, cuando pide ponerle fin a la grieta lacerante. Cuando elogia a Cristina, pero al mismo tiempo se funde en un abrazo con Macri al lado de ella. Cuando anuncia una relación madura con Brasil, por encima de las diferencias personales, dejando de lado la ofensa hacia su propio hijo Estanislao.

Cristina, la misma que le dio vuelta la cara a Macri, la que rechazó firmar con su misma lapicera el acta de asunción, la de los procesamientos, la de los pibes para la liberación, siempre tuvo razón. Lo vio mucho antes de anunciarlo aquel sábado 18 de mayo, para perplejidad de todo el movimiento nacional y popular. No era ella, siempre fue Alberto.


JAQUE MATE