Apenas había pasado el primer día de vacunación del nuevo grupo, de 40 a 49 años y de trabajadores esenciales, cuando la jefa del Programa de Inmunizaciones, Marita Sosa, habló en Banda Ancha. Dijo en ese momento que el ritmo de inscripción era normal, equiparable al de cualquier otro segmento convocado con anterioridad. Pero 24 horas después el cuadro de situación había cambiado drásticamente, a juzgar por una declaración de la secretaria de Planificación del Ministerio de Salud Pública, Alina Almazán. Se estancó la cantidad de solicitudes. Se ancló en un bajísimo 30 por ciento del total. Y se encendió una alerta temprana sobre un fenómeno que tarde o temprano podía suceder.

Era previsible que este grupo, el más joven hasta ahora y sin comorbilidad, pusiera alguna resistencia a la vacunación. No es una originalidad, por otra parte. Ya sucedió en otros puntos del planeta a donde llegaron primero las dosis. El plan de inmunización se ralentizó exactamente cuando hubo que esperar y convencer a los más reacios. Hay una sumatoria de factores que explican preliminarmente la resistencia.

Es verdad que la segunda ola vino con más internados y más muertos jóvenes, por debajo de los 60 y de los 50 años inclusive. Pero siguen siendo una mínima proporción en comparación con los que transitan la infección con sintomatología leve o nula. El Covid 19 ya no es tan desconocido como en sus comienzos. Al cabo de un año y tres meses de pandemia en Argentina, en cada grupo familiar, de amigos o de trabajo, hay casos de contagios cercanos. La sociedad en su conjunto pudo palpar la realidad de la peste, con consecuencias diversas.

No es igual el impacto en una familia que perdió a un ser querido, que en otra que simplemente se recluyó durante 14 días y luego siguió la vida con normalidad. Entre esos dos extremos hay un amplio abanico de situaciones y percepciones. Incluso están quienes se infectaron por segunda vez. O los que siguen sin usar barbijo. O los que no respetan el distanciamiento social en una fila. Está todo dicho, está todo aprendido. Las conductas no hablan del desconocimiento sino de las decisiones que cada uno ha tomado.

Con el nuevo grupo de vacunación de entre 40 y 49 años de edad más los trabajadores esenciales de 18 años en adelante, se esperaba una avalancha de demanda. Entre 150.000 y 200.000 personas. Pero se anotó menos de una tercera parte, según dijo Almazán a Radio Sarmiento este jueves.

A este ritmo de vacunación, en pocos días no quedarán inscriptos en lista de espera. Habrá dosis de sobra en depósito y sanjuaninos que sigan por ahí sin la menor intención de someterse al pinchazo. Es cierto que la vacuna es voluntaria, por lo tanto quien la rechaza tiene el derecho reconocido por la autoridad. Sin embargo, esa resistencia conspira contra un bien público.

Para dar por superada la pandemia debería considerarse inmunizada el 70 por ciento de la población de un territorio. En este caso, Argentina y San Juan. Solo habiendo alcanzado ese nivel pudieron sacarse los barbijos en espacios abiertos en Israel, Francia, España e Italia. Lograron llegar al verano con baja circulación viral y con siete de cada diez personas vacunadas. Ese es el modelo a seguir. Está cantado por el Hemisferio Norte.

Por lo tanto, rechazar la vacuna es un derecho personalísimo que se contrapone con una cuestión de interés general. Cada dosis aplicada acerca la meta del 70 por ciento. Cada dosis guardada y ociosa es peor que no tenerla.

Están llegando los despachos de AstraZeneca, Sinopharm y ahora también vendrán los segundos componentes de la Sputnik, que tanto se hicieron esperar. Pero semejante esfuerzo colectivo podría toparse con un obstáculo que ya ocurrió en otras naciones. La campaña antivacunas ha marcado huella. El temor sembrado acerca de los efectos colaterales está impregnado.

Primero se infundió la desconfianza sobre la Sputnik, porque había sido desarrollada en Rusia, pero cuando la publicación occidental The Lancet la validó, no quedaron más argumentos. Incluso los que la habían tildado de 'veneno' tuvieron que retractarse y salir a reclamar por la demora de la segunda dosis.

Después fue el turno de la vacuna china. Se tituló genéricamente que tenía una efectividad ínfima y en letra chiquitita se habló específicamente de la Sinovac, que no llega a la Argentina. La Sinopharm -que sí se aplica en el país- tiene un nivel de efectividad superior con la primera dosis. Pero le cayó la guillotina mediática y la patria titulera sentenció que por ser china no inspiraba confianza. Desmontar esa campaña sucia es evidentemente una tarea difícil.

Pero le tocó también a AstraZeneca, por los episodios de trombosis detectados en Europa. Algunas naciones, inclusive en Gran Bretaña, de donde surgió este desarrollo, se suspendió transitoriamente su aplicación hasta concluir nuevas investigaciones. Se concluyó que la incidencia de ese efecto secundario es mínima. Según la Sociedad Española de Epidemiología, el porcentaje de vacunados con AstraZeneca que sufrió una trombosis fue del 0,00034%.

Las voces oficiales suelen no ser suficientes para convencer a un sector de la población. Para que Sputnik, AstraZeneca y Sinopharm estén aplicándose en Argentina tuvieron que pasar por el procedimiento de rigor de la ANMAT. Igual que cualquier otra vacuna de las que históricamente integran el calendario vacunatorio obligatorio. Pero claro, nadie se cuestionaría los efectos secundarios o la efectividad de la BCG. ¿Cuántos saben que previene la tuberculosis? Y los que lo saben: ¿dudan de su efectividad o saben qué laboratorio la produce o en qué país está ubicado? No. Son preguntas estrictamente diseñadas para y por el Coronavirus.

Según Almazán, ahora en Salud Pública evalúan ofrecer la vacunación casa por casa. Difícilmente sea la solución. Puede colaborar a mejorar el porcentaje inmunizado, pero el que está resuelto a no colocarse ninguna dosis, seguirá diciendo que no. Tal vez sea hora de hablar del concepto de solidaridad. Entender que esta no es una carrera de supervivencia individual sino de conjunto. Que el mérito está en mirar más al otro, al que la está pasando mal, que a sí mismo.

JAQUE MATE