Con sobrado mérito propio, los políticos quedaron hace décadas en la mira de cualquier conversación doméstica, por su incontenible vocación por los privilegios, en una notable transversalidad que no distingue de oficialismos ni oposiciones, con honrosas y mínimas excepciones a lo largo de la historia.

Cualquier argentino o específicamente sanjuanino que peine canas, habrá escuchado en su hogar desde la infancia las sentencias familiares acerca de esa voracidad dañina que ha consumido al país. De tanto repetirse, la consigna se convirtió en un lugar común. Una de esas verdades que nadie se atrevería a discutir.

Incluso se montan en este discurso del combate a los privilegios todos aquellos que tienen la misión de conquistar el voto cada dos o cuatro años. Al enfrentarse al electorado, los candidatos y sus laboratorios de marketing terminan cayendo en el facilismo de prometer cambios. Porque en la superficie y en el fondo, todos son conscientes de que hay vicios que requieren cirugía mayor.

Entonces gana el cambio y luego el otro cambio y así sucesivamente, en un bucle que se repite a sí mismo. Alcanza con haber superado las cuatro décadas de vida para haber sentido esos ciclos de detonación económica y social que irremediablemente suceden cada tanto. Amargamente, incluso se puede percibir un aroma a resignación.

Los políticos de profesión tienen esta parábola lo suficientemente aprendida y comprendida, porque su vocación, en el más noble de los sentidos, es transformar esa realidad encontrando las soluciones. Lo hace cada uno con su propio modelo y con resultados algunas veces felices. Otras, imperdonables.

La Nación se montó en aquella división de poderes de Montesquieu que fundó la noción de República. El devenir abrió una grieta entre los políticos que aspiran y llegan a cargos ejecutivos o legislativos, y los que acceden a un lugar en la Justicia. Estos últimos quedaron a salvo del escrutinio público, a partir de que su designación nunca tuvo relación con el nivel de adhesión popular. Si nadie los conoce a los jueces, no importa. Si nadie los votaría, tampoco tiene trascendencia. Son otros los atributos que pesan en su nombramiento. Básicamente la idoneidad. Y por supuesto, el acuerdo político.

Por otra parte, su permanencia en el cargo, salvo alguna grosería demasiado evidente, queda garantizada hasta que la vida o la propia voluntad le ponga punto final. En honor a la independencia, los jueces gobiernan la Justicia. Disponen del presupuesto asignado. Crean cargos. Se fijan las remuneraciones. No pagan impuesto a las ganancias. Cobran antigüedad desde que recibieron el título de abogados aunque hayan ingresado ayer al cargo de magistrado. Se jubilan con el 82 por ciento móvil.

Ganan una vez retirados, hasta 700.000 pesos mensuales, según datos oficiales de la Dirección de Programación Económica del Ministerio de Desarrollo Social publicados la semana pasada.

Hay 5.308 jubilaciones de este tipo y 1.675 pensiones que perciben los cónyuges de jueces ya fallecidos. Todo sale del mismo pozo que paga una jubilación mínima 15.892 pesos a partir de ese mes de marzo.

¿Se resuelve el problema del déficit fiscal poniéndole una cuota de razonabilidad a las jubilaciones de privilegio de los jueces? De ninguna manera. Sin embargo, salta a la vista la necesidad de un baño de sentido común. Así como el gasto político continúa encontrando atajos para zafar de la austeridad, todo indica que llegó la hora de darle a la justicia un trato justo. Jerárquico, sí. Ajustado a la realidad del país como cualquier otro mortal, por supuesto.

Si prospera, el proyecto de ley que obtuvo media sanción en Diputados la semana pasada no dejará pobre a ningún futuro juez jubilado. Por el contrario, la norma seguirá garantizando un muy buen pasar económico, generosamente por encima de cualquiero otro argentino. El tiempo le pondrá paños fríos a los retiros apresurados y desesperados. Aparecerán los relevos para cubrir el tsunami de vacantes. Claro, habrá que afilar la mirada cuando llegue la hora de las designaciones.

Dicho así, sin dramatismo, parece mucho más fácil de entender. Es simplemente una dosis de justicia para la Justicia. Pretender que no hay que tocar nada porque caso contrario se estaría amenazando la independencia de los jueces, parece poca justificación. Se corrije quedándose a cumplir con la función, sin huir precipitadamente para conservar el privilegio.

JAQUE MATE