Verdugos todos
Emiliano Emanuel Sosa tenía 29 años y cumplía condena por asesinar a sangre fría en 2013. Su fallecimiento en un siniestro vial puso a prueba a una sociedad capaz de medir las muertes con diferente vara.
Tenía tan solo 23 años Emiliano Emanuel Sosa cuando apretó el gatillo cuatro veces contra Alejandro Manuel Álvarez, en el interior de la villa popularmente conocida como "La Cueva del Chancho" en 2013. Por ese cruel asesinato, dos años después fue condenado a cumplir condena efectiva en el Penal de Chimbas. El miércoles pasado, en una salida transitoria, perdió la vida en un siniestro vial de los que tristemente ocurren y engrosan las estadísticas sanjuaninas.
El final de Sosa, a la corta edad de 29 años, cuando apenas había salido a respirar fuera de los muros penitenciarios, puso nuevamente a prueba a la sociedad acerca del valor relativo de la vida. Esta noticia, del choque fatal en calle Maradona, fue de las que más comentarios y reacciones provocó en redes sociales, en el menú que comparte a diario Canal 13 San Juan. Y prácticamente la totalidad de las opiniones vertidas fueron de satisfacción por el deceso.
Sosa integraba la banda conocida como "Los Pastelitos" y su víctima en 2013, Álvarez, era miembro de "Los Cara Sucias". Aparentemente tenían una vieja rencilla y una discusión habría terminado en los cuatro balazos letales. El último, lo habría gatillado el victimario cuando su víctima ya se encontraba tendida en el suelo.
Claro, frente a este antecedente, resulta natural y hasta justificable no sentir demasiado afecto por Sosa. Si fue capaz de cometer aquel horrendo crimen, ¿cómo no inferir que podría repetirlo una vez puesto en libertad? Esto lleva al siguiente motivo de molestia de parte de los opinadores de redes sociales: el régimen de salidas transitorias.
El reclamo consiste en que este beneficio interrumpe el cumplimiento de las condenas sin acortarlas, pero permitiendo que la reclusión sea más llevadera. Todavía genera polémica el régimen de salidas transitorias pero lo cierto es que todo juez de ejecución penal del país está obligado a implementarlo, dentro del marco legal existente. Su fundamento es considerar que el régimen carcelario argentino, más allá de aplicar una sanción por el delito cometido, debería permitir la reinserción social de los reclusos. Caso contrario, habría que seguir construyendo penales casi ilimitadamente.
Pero no es el tema en discusión en esta oportunidad, sino la medida relativa para la vida, según de quién se trate. El prontuario de Sosa lo puso automáticamente en la categoría de indeseable, así sin anestesia y sin falsos pruritos. Implacable, la inmensa mayoría festejó su fallecimiento, como una acción de "justicia divina". Sin detenerse, un momento, a pensar que ese acto impúdico termina igualando la crueldad.
Regodearse con la muerte del otro, poniéndose en lugar de fiscal y de juez ya no del delito que cometió sino de su persona, con su historia a cuestas, debiera encender una luz de alerta. Es verdad que descargar la ira en el teclado no equivale al delito de apretar un gatillo y asesinar. Uno está contemplado en el Código Penal. Lo otro apenas es una catarsis impulsiva. Pero hay un punto de conexión. Ambos asumieron el papel de verdugos: el que mató y el que celebró la muerte.
Para entender este punto de vista, primero hay que elevar el derecho humano a la vida al rango que tiene en todos los acuerdos internacionales. Reconocer esta jerarquía, que es independiente de los prontuarios en la República Argentina al menos, significa poner en un plano de igualdad a todos y todas. A los fallecidos. Y a los verdugos también.
JAQUE MATE