Cuando éramos estudiantes de secundaria, en aquellos años tiernos e ingenuos, nos parecía que Joan Salvat-Papasseit era a la poesía catalana lo que Bécquer a la castellana, un esteta fino del verso de amor que encandilaba el espíritu adolescente con el Poema de la rosa als llavis, que exaltaba la baja pulsión de la pubertad. Luego se descubría la otra verdad de Papasseit, la de su compromiso visceral con las vanguardias, su obsesión con Apollinaire, su fascinación por el futurismo italiano -y esa representación constante en sus caligramas de la fábrica como máquina emisora de ruido, velocidad y todas las excrecencias de la sociedad industrial-. Así que Salvat-Papasseit, de romántico empedernido -que también;y es que no hay nada más romántico que morir de tuberculosis-, se nos manifestó como un Marinetti de la Barcelona menestral, un Russolo que, con la música de los poemas, creaba unos afortunados y ruidosos intonarumori de papel.

La biografía de Joan Salvat-Papasseit indica que a partir de 1919 fue cuando empezó a escribir exclusivamente en su lengua materna y hasta 1924, que es cuando fallece, y en el ínterin dejó publicados varios poemarios que son lo más vistoso y perfecto del vanguardismo catalán, con títulos alineados con la seducción tecnológica como Poemes en ondes hertzianes (1919). Pero antes de la poesía, para Salvat-Papasseit primero fue el periodismo y la lucha obrera. A diferencia de muchos futuristas italianos, que surgieron como una fuerza de ruptura contra el conservadurismo del arte burgués y años más tarde se dejaron arrastrar por el fascismo, Salvat se debatía entre el marxismo y la ideología libertaria, y durante los años de la Primera Guerra Mundial, que siguió atentamente a través de los periódicos, publicó en diferentes revistas de izquierdas unas páginas de opinión, en un estilo gástrico y a veces algo agreste -en el que, como admite en el epílogo de Humo de fábrica, incluso se inventaba palabras a falta de mayor dominio del español, pero con la necesidad imperiosa de expulsar bilis- al servicio de la emancipación de la clase obrera.

No las firmaba con su nombre real, sino con su alias revolucionario. Salvat-Papasseit, cuando escribía en Sabadell federal o en Justicia social, un panfleto de Reus, era Gorkiano, un bolchevique de estilo airado y prosa urgente para el que las fábricas no sólo eran una kermés de ruido y acero, sino también prisiones del alma en las que se evidenciaba la crisis moral de una sociedad que lo repugnaba. Para Salvat no era tanto la explotación laboral y la ausencia de derechos de los trabajadores el principal de los problemas, sino la miseria moral y el conformismo en todos los niveles que impedía que en Barcelona -y por extensión en toda España- pudiera darse una revolución del proletariado como la que se adivinaba en Rusia. Gorkiano solía despotricar de aquella masa adormecida que podía tolerar jornadas de trabajo de doce horas que carcomían los pulmones con el hollín contaminante de las chimeneas, pero que nunca renunciaría a una tarde de toros o una borrachera de domingo. Su compromiso era firme con el cambio: a favor de la huelga y en contra del flamenquismo, Salvat celebraba cada pequeña derrota del burgués empresario, del aristócrata imperial, y se lamentaba amargamente de la inactividad de los obreros, acomodados en su miseria material y moral.

Gorkiano escribió en castellano y catalán para las revistas de su época desde el final de su adolescencia. Estaba influenciado tanto por los bolcheviques como por Ibsen -un panfleto en catalán que publicó entre 1917 y 1919 se titulaba Un enemic del poble-, y aunque sus artículos estaban desperdigados, él y su entorno tenían tanta confianza en su valor y perdurabilidad que los acabaron reuniendo en varios libros, Glosas de un socialista (1916), Mots propis (1917) y este Humo de fábrica(1918), que fue su último compendio revolucionario, publicado con el subtítulo de Páginas libertarias y en un contexto de victoria, pues mientras lo escribía Salvat-Papasseit comenzaba a observar con esperanza cómo empezaban a caer los imperios y cómo el pueblo, al menos en Rusia, tomaba el poder. A partir de 1919 ya todo fue poesía: otra forma de revolución, otra manera de expresar el malestar y la esperanza, pero en catalán y sin el ardor obrero de esa adolescencia tardía en la que no dudaba en atribuir al Estado, origen de todo el mal, un plan perverso contra los trabajadores: «que nos envilezcamos y que nos relajemos en el vicio».

Fuente: El Mundo