Existían al menos tres grandes razones para pensar que la presentación de Eric Clapton en la tercera jornada del British Summer Time, el domingo 8 de julio en el Hyde Park, sería realmente especial.

Existían al menos tres grandes razones para pensar que la presentación de Eric Clapton en la tercera jornada del British Summer Time, el domingo 8 de julio en el Hyde Park, sería realmente especial.

Eric Clapton en el Hyde Park de Londres. Crédito: Gus Stewart//Getty Images  

Por un lado, porque se trata de uno de los más grandes guitarristas de la historia del rock y el blues; por otro, hacerlo en su propia casa -el músico saludó con un “it’s coming home” (Está viniendo a casa), frase de pila con que los londinenses muestran su optimismo por recuperar en Rusia 2018 cierta gloria futbolística perdida- agregaba un condimento único; y finalmente, la posibilidad de que se tratara de uno de sus últimos conciertosno era un dato menor, más bien todo lo contrario.

Pero a esta altura, con el resultado puesto, uno se siente tentado a pensar que un cuarto motivo podría haber sido el de chequear “in situ” su condición divina, a unos 20 minutos de la estación de subte donde nació, de un grafitti que rezaba “Clapton es Dios”, la leyenda que lo puso en el lugar de una deidad. Y sí, definitivamente, Dios existe y el domingo tocó en acá, en Londres.

Eric Clapton en el Hyde Park de Londres. Crédito: Samir Hussein/Getty Images

Aún a unas cuantas horas de terminado el concierto, cuesta definir el momento preciso en el que ocurrió semejante “revelación”. Si fue cuando calentaba motores con Somebody’s Knocking, o si cuando plantó bandera de hombre de blues con Key to the Highway y una potente versión de I’m Your Hoochie Coochie Man. O si ocurrió, quizá, en el instante en que nos llevó a pasear por sus años de juventud a bordo de Got to Get Better in a Little While, cerrada con un cautivante contrapunto con Doyle Bramhall II. Pero que pasó, pasó.

Si no, cómo explicar el estado de conmoción y emoción que envolvió el segmento acústico, con Eric sentado frente a esas 65 mil personas y hechizándolas con la secuencia Driftin’ Blues / Nobody Knows You When You’re Down and Out / Layla (acá sí cantaron todos) / Tears in Heaven. Sólo mirar alrededor y ver los rostros cautivados de tantos vecinos de la zona, y no tanto -la presencia de público extranjero fue notoria-, emocionaba hasta lo más profundo.

Que el hombre de 73 años, que estaba ahí arriba tiene problemas de salud que de a poco le van haciendo difícil tocar, lo sabemos todos. Alcanza con revisar el cronograma de shows que “Slowhand” -que en el parque no eran pocos quienes lo llamaban por su apodo antes que por su nombre- programó para este año.  Estamos en el tercero, y sólo quedan por ahora dos más, en el Madison Square Garden.

Por eso fue imposible evitar un nudo en la garganta cuando, mientras Marcy Levy, su compañera de ruta en los ’70, le devolvía la voz original a la bella Lay Down Sally y a The Core, los ojos de Eric parecían estar repasando algo más de cinco décadas de música que fueron de la gloria al infierno más oscuro, y que le dieron revancha. Una historia que tuvo escalas en The Yardbirds, los Bluesbreakers, Cream, Blind Faith, Delaney and Bonnie, Derek and the Dominos y que una enorme trayectoria solista mantiene vigente, y que uno desea que siga sumando capítulos por los siglos de los siglos.

Esta vez, a diferencia del show con el que Roger Waters había abierto el viernes la quinta edición del festival londinense, no hubo más puesta en escena que grandes canciones a cargo de un dream team que en este tramo de la carrera de Clapton incluye al magnífico Chris Stantion en piano, a Paul Carrack en Hammond, al siempre sonriente Nathan East en bajo, a Sharlotte Gibson y Sharon White en coros y al histriónico Sonny Emory en batería.

No hizo falta nada más en el inmenso escenario que lució radiante, bajo un sol intenso que tardó como nunca en dejar de brillar, y que mantuvo una tenue presencia casi hasta el final, cuando los relojes marcaban las 21.30.

Ya sin Levy en escena, Wonderful Tonight fue la constatación de que se puede hacer hits melosos que sean grandiosos. Sobre todo si son tocados como el hombre lo hizo el domingo, con economía de recursos y un bienvenido exceso de sentimiento.

El mismo que puso al servicio de otro de sus “grandes éxitos”, Crossroads, y de Little Queen of Spades, con los dedos del anfitrión haciendo hablar a su guitarra, mientras Stantion, Carrack o Bramhall II se convertían por un rato en el eje del armado sonoro. Acá, no fue sólo un dicho eso de que el todo funciona como mucho más que la suma de las partes. El reparto de talentos en la banda es parejo, y la entrega también. Eso, en tiempos en los que el legendario “mano lenta” ya no trata las cuerdas de su stratocaster con la misma furia y velocidad con que lo hacía antes es un complemento esencial.

Respaldado por ese combo, Clapton hizo gala de su voz más ronca y sabia, negra como la de muy pocos blancos. Y fue la guía de un coro de miles cuando el riff inconfundible de Cocaine encabezó un canto colectivo que nadie, estoy seguro, quería que terminara jamás.

Atrás quedaban en la memoria la grata certeza dejada por Luka Nelson & the Promise of the Real y ese guitar hero de los 2000 que es Gary Clark Jr. de que esta música hecha con tracción a sangre y sentimiento tiene quien la proyecte hacia el futuro, a través de un auspicioso presente. También la vigencia de Steve Winwood, que fue guía de un itinerario que pasó por la Spencer Davis Group, Blind Faith -haber escuchado Can’t Find My Way Home en esta ciudad e interpretada por su propio dueño provoca una sensación de privilegio que será imborrable por el resto los tiempos-, Traffic y su trayectoria solista. Y, sobre todo, el paso de un Carlos Santana vibrante, latinísmo y virtuoso como pocos, que puso a bailar a la multitud con un set demoledor, que incluyó joyas clásicas como Evil Ways, Soul Sacrifice, Black Magic Woman y Oye como va, y otros más “recientes” como Smooth y Maria Maria.

Un Santana que se sumó a Clapton y los suyos para el bis, una versión de High Time We Went, en la que dos de las mayores divinidades de la guitarra de este último medio siglo terminaron de coronar una jornada fantástica, sin pirotecnia ni grandes consignas, y de certificar que aquel grafiti no estaba tan equivocado.

Y por suerte, Dios es eterno.

Fuente: Clarín

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