Del abanico de posibilidades que tenía Alberto Fernández sobre el aborto, pudo haber elegido hacerse el distraído. No necesita, menos en un momento tan crítico, sumar un elemento más de crispación social. O pudo haber optado por dejar hacer en el Congreso. Entonces se hubiera repetido la historia de 2018, cuando la discusión se tornó fascinante por el contagio social, los pañuelos verdes y celestes cubriendo las calles, pero posiblemente el resultado hubiese sido el mismo. Nada cambiaría. Y las cosas, como están, están mal.

Por eso cuando Fernández le dijo al diario Página 12 el fin de semana pasado que la legalización del aborto está en su agenda, que se considera a sí mismo un activista de la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, dio un paso en positivo. Aún para quienes se oponen terminantemente al proyecto. Todavía no está claro qué tiene en mente, pero sí cuál es su punto de partida desde lo político, con la utópica aspiración de poder cerrar esa grieta transversal.

Es que, efectivamente, los colores verdes y celestes atravesaron los partidos políticos como pocos temas. Hubo bandos aliados entre justicialistas, macristas, socialistas y demás, fracturando ambas cámaras mientras verdaderas mareas humanas rodeaban el Parlamento. El presidente electo está dispuesto a meter nuevamente el dedo en la llaga, pero con la aspiración de sanar más que de provocar dolor. Difícil, sino imposible. Pero necesario.

"Yo soy un activista de ponerle fin a la penalización del aborto", dijo categórico Fernández a los colegas de Página 12. Agregó que él como presidente enviará un proyecto de ley al Congreso, por lo cual los legisladores del oficialismo deberán sentar posición ya no solamente sobre el tema, sino sobre su grado de acompañamiento al Jefe de Estado. Es una diferencia clarísima con respecto al manejo que le imprimió Mauricio Macri al asunto.  Él liberó a sus legisladores para que promovieran la discusión, sin involucrarse personalmente.

Fernández pidió que el debate no se convierta en otro elemento de disputa. Rechazó las etiquetas de retrógrados y progresistas. Y lanzó una sentencia que posiblemente sea la columna vertebral de su proyecto de ley: cuando uno legaliza y despenaliza el aborto, no lo hace obligatorio. Visto desde ese punto de vista, queda liberado a la conciencia de cada mujer actuar sobre su propio cuerpo.

Y una última afirmación, sobre la que cada vez hay menos posibilidad de discrepar: el aborto es un problema de la Salud Pública que hay que resolver. Porque existe en las penumbras. Porque esa clandestinidad permite que haya números inciertos y porque en definitiva, el Código Penal termina no aplicándose. Si no hay acusado, no hay proceso. Los casos de médicos imputados por abortos clandestinos se cuentan con los dedos de una mano. Criminalizar a la mujer, por otro lado, resulta una barbaridad que ni siquiera los más fervorosos militantes celestes se atrevieron a apuntar. Mayoritariamente, si hubo un punto de coincidencia en la grieta, es que la mujer necesita educación, recursos, contención y finalmente, libertad para el ejercicio de sus derechos.

Fernández enviará su propio proyecto al Congreso y pondrá en un aprieto a los legisladores del Frente de Todos, muchos de los cuales ya votaron en contra de la iniciativa que se discutió en ambos recintos en 2018. Tanto el gobernador Sergio Uñac como el diputado nacional José Luis Gioja ratificaron su postura personal en contra de la legalización del aborto, consultados por la prensa este martes. Pero en el fondo, ambos saben que deberán hacer sintonía muy fina, para no convertir este asunto en un motivo de conflicto con la Casa Rosada.

No parece que el presidente electo quiera llevar las cosas al extremo de la confrontación ni mucho menos, la ruptura. El problema es real. La clandestinidad no resolvió nada. Todavía queda mucho camino por recorrer para encontrar las respuestas. Aunque resulte incómodo, es necesario.

JAQUE MATE