Hay cerca de Lugo, en una aldea llamada Bascuas, una casa de buena piedra a la que hace unos meses Chus Villar y yo mismo nos acercamos para zambullirnos en el mundo fascinante de Baldomero Pestana. El archivo, mantenido con devoción por Carmen Rico y Toño Polin, se compone de varias decenas de obras y miles de negativos. La zambullida ha deparado,meses después, La verdad entre las manos, exposición que han organizado y producido el Instituto Cervantes y Cidade da Cultura de Galicia. Me parece que no exagero un ápice si digo que la retrospectiva era algo que se le debía a Pestana -que murió en 2015- pero que también nos debíamos a nosotros mismos: no somos tan ricos como para poder prescindir de una voz, un mundo, un talento, una fuerza como la de Pestana.

Pestana tuvo una infancia dickensiana. Muy niño marchó a la Argentina -había nacido a finales de 1917- y parecía que el destino le tenía reservada una suerte de trabajador que se fuera ganando la vida con lo que pudiera, pero el destino también se doma. Él lo consiguió cuando descubrió la fotografía y se propuso convertirla no sólo en un cauce de expresión artística sino también en un medio de vida. Para ir enseñándose a sí mismo las herramientas del oficio, se zambullía en libros -la literatura fue imprescindible para él- y revistas, y con su cámara recorrió Buenos Aires arrancándole algunos espléndidos latidos de fotogenia ya a comienzos de los años 50. Pero también descubrió el arte del retrato.

Cuando consiguió retratar al músico Dizzy Gillespie, inició una particular galería de retratos de artistas y escritores, que es su obra más celebrada: allá por donde fuera la iba aumentando. En Buenos Aires retrató a Oliverio Girondo y Norah Lange. La foto de Girondo ya es icónica, se ha reproducido incontables veces.

Hay un momento clave en la trayectoria de Pestana que es su mudanza a Lima en 1957. El azar quiso que conociera a Esteban Pavletich, a quien retrata en pose de Ciudadano Kane, y este viera de inmediato el talento del recién llegado y le propusiera encargarse de la gráfica de El Peruano, el Boletín Oficial del Perú que los domingos se llenaba de imágenes. Eso permitió a Pestana conocer a los escritores y artistas peruanos, y es emocionante pensar que, aunque su cercanía a la élite política le hubiera permitido convertirse en poco menos que retratista oficial de potentados, políticos y militares, prefirió distinguir entre las fotos que hacía para ganarse la vida y las fotos que hacía para vivir: es ahí donde comienza su impresionante galería de retratados, fotografiando a autores y artistas que empezaban a despuntar. El ojo vaticinador de Pestana apenas se equivocó. Retrató a unos jóvenes Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, retrató a maestros como Arguedas o Hidalgo, artistas como Teresa Burga o Szyslo, retrató a Blanca Varela y a tantos y tantos otros, hasta merecer el calificativo de «cronista de la generación del 50», la más importante de las del Perú.

Pero además de esa galería de retratos crecía paralelamente su obra de calle: en esta retrospectiva el aporte de las fotovisiones de ciudad de Pestana me parece indispensable para que se aprecie la condición de fotógrafo total del autor. Ya había fotografiado el pulso de la Buenos Aires de los 50, y también fotografió la Lima de los 60 como más tarde fotografiaría el París de final de la década, consiguiendo alguna imagen icónica, como una en la que una muchacha se enlaza a los brazos de dos policías para significar la tregua en la guerra entre la juventud y la autoridad competente.

Pestana no buscaba tanto el instante decisivo que bautizó Cartier-Bresson, su maestro, sino más bien esas escenas que de tanto repetirse y formar la cotidianeidad de una ciudad encapsulan de alguna manera su espíritu. Fijaba su atención sobre todo en niños y mujeres. Buscaba las ventanas, como ese espacio que comunica los mundos particulares con el discurrir público. Consiguió algunas piezas magistrales. También como fotógrafo social se asomó a la miseria. Pero no se espere en Pestana el retrato espectacular de la pobreza: la suya es una mirada que más que compasión se propone destacar la dignidad de quienes padecen unas condiciones de vida indignas. Lo indigno son las condiciones, nos dicen sus fotos, no quienes las padecen.

En 1967, el errante Pestana, decide regresar a Europa. Su meta es París, y allí empieza a dedicarse con mayor énfasis, e indudable maestría, al dibujo. La fotografía va siendo poco a poco relegada en favor de una disciplina en la que se siente más libre, más puro y esencial. Para entonces ya tiene puesta en pie una obra prolífica e impresionante donde resuena esa verdad entre las manos que da título a la retrospectiva: procede de un poemita que escribió y dónde el poeta-fotógrafo se pregunta a sí mismo: ¿qué buscas? La exposición inaugurada en el Cervantes ofrece ciento cincuenta respuestas a esa pregunta. Las respuestas de un buscador imponente e impenitente que alcanzó a la vez a hacer los grandes retratos de algunas de las figuras más señeras del arte y la música y la literatura (García Márquez, Fuentes, Man Ray, Severo Sarduy, Bryce, Salazar BOndy en dos retratos espectaculares), y también a congelar el pulso de ciudades como Buenos Aires, Lima, París o Río, que en el fondo son fragmentos de una sola ciudad: la ciudad Pestana.

Fuente: El Mundo