Ya no quedan vacas sagradas cuando de periodistas se trata. Y permítase decir en voz alta: es una buena noticia. Este 7 de junio siguen circulando por ahí las salutaciones virtuales que hablan del concepto de 'verdad'. ¿Acaso existe una única versión de los hechos? Raramente. Por eso el compromiso a la hora de comunicar, lejos de seguir fabricando falsas expectativas, debiera ser brindar información plural. A la vieja usanza. Las dos, tres, mil campanas. Y con un profundo acto de honestidad intelectual también, porque los periodistas no son máquinas relatoras, sino personas de carne y hueso.

Entonces, damas y caballeros, que se sepa: la objetividad ha muerto. Aquella idea de que los hechos estaban ahí afuera y que el oficio periodístico consistía en recogerla lo más intacta posible para contarla a través de medios masivos, ha muerto. Hay posiciones personales, historias profesionales y fundamentalmente perspectivas ideológicas que forzosamente direccionan todo el proceso, desde la recolección de información hasta el tratamiento de los datos y la manera de exponerlos luego en la pantalla.

De un tiempo a esta parte, mientras seguía alimentándose la leyenda de las vacas sagradas del periodismo objetivo -¡cuánta pavada junta!- se demonizó al 'periodismo militante'. Fue en los años de mayor intensidad kirchnerista, cuando se montó en los medios del Estado, como la televisión pública, programas abiertamente identificados con un modo de ver la realidad. El más significativo tal vez haya sido '6-7-8', por el desparpajo con que se defendió a los gobiernos de Néstor y Cristina. Desparpajo y frontalidad.

Pero el origen mismo de este Día del Periodista está atado al 'periodismo militante'. Eso fue la Gazeta de Buenos Ayres. Eso hizo Mariano Moreno. Como luego hizo también Domingo Faustino Sarmiento en El Zonda. Y tantos otros que construyeron la historia de la comunicación mediática en este país y en esta provincia. Proponían una forma de ver el mundo que no admitía medias tintas. Jugaron a fondo con una intención de convencer al lector. Hoy sigue sucediendo, aunque cueste identificarlo a simple vista porque algunas veces viene camuflado de neutral.

La objetividad ha muerto, simplemente porque nunca existió tal cosa. Cada vez que se enciende una cámara, un micrófono o se activa un teclado, hay un periodista que relata una porción de la realidad. Una parte. ¿Esto es malo? En absoluto. Lo incorrecto sería seguir induciendo a la idea de que aquí está la verdad revelada, que lo dicho por tal o cual es la última palabra. La era digital vino a derribar los últimos resquicios de ese templo sacrosanto.

La comunicación se volvió más democrática desde el advenimiento de las redes sociales. Todo aquel que tuviera algo para decir, pudo hacerlo en tiempo real con todos los soportes disponibles: texto, audio, fotos y videos. Esa magnificación de la comunicación trajo aparejados efectos secundarios. Porque se volvió a jugar con la idea de que ahí estaba la verdad. De repente, la gente común ya no necesitaba de profesionales del periodismo para relatar nada. Se rompieron las cadenas. Temblaron los grandes imperios mediáticos a nivel mundial, nacional y provincial.

Entre los efectos secundarios, el más evidente fue la proliferación de las fake news o noticias falsas. No son equivocaciones, no son actos de negligencia sino publicaciones fabricadas intencionalmente, la mayoría de las veces para dañar a alguien. Sería la versión renovada de los panfletos, con las facilidades que hoy ofrece la tecnología, montando notas con membretes de medios de comunicación para darles cierto halo de credibilidad. Compartidas hasta el infinito. Comentadas por ejércitos de perfiles truchos que ya ni siquiera requieren gente, sino que alcanza con un par de computadoras con programas informáticos adaptados para realizar esa tarea.

Las redes cooptaron la comunicación que antaño le pertenecía con exclusividad a los medios masivos. Hoy cualquier diario, radio o canal de televisión necesita decodificar en tiempo récord los algoritmos para ver cómo llega a su audiencia filtrada por los imperios internacionales que digitan lo que se lee y quién lo lee

Incluso los medios alternativos o contrahegemónicos compiten en desigualdad de condiciones en la medida en que tienen menos recursos para aplicar en ese mundo intangible y en código binario. Porque si algo se mantiene constante es que la plata hace la diferencia. Entonces, interpretar que las redes inocentemente equilibraron las cosas y nivelaron las desigualdades es, cuanto menos, un acto de ternura. De todos modos las reglas cambiaron.

El kiosco de diarios y revistas está en terapia intensiva y con pronóstico reservado. El aparato radio es objeto de museo. El televisor se transformó en otra cosa. Rebelarse contra este nuevo orden parece bastante inútil. Es imperativo entender los tiempos que corren.

Se desdibujó la frontera laboral también para las y los periodistas. La digitalidad abrió un flujo informativo de 24 horas ininterrumpidas. Solo hay que tener un teléfono inteligente en la mano y buena conectividad. Este vendaval se llevó por delante buena parte del oficio aprendido. La inmediatez tiene un valor enorme, el valor de la primicia, la sensación de presencia en vivo, estar ahí donde suceden los hechos. Pero es un arma de doble filo. Porque la premura se convierte en fugacidad. Con la misma velocidad que se dice o muestra algo, se desvanece en un mar de otros mensajes. Se aceleró el carácter descartable, perecedero de la información.

Pero más preocupante aún es que en esta vorágine, muchas veces no se cumple acabadamente con el abc del oficio periodístico, sopesar fuentes, cruzar versiones, elaborar los datos y ponerlos en contexto. Los tiempos no dan. Este es al mismo tiempo, el gran activo intangible que sigue teniendo la profesión: trabajar contenidos de calidad. En un concierto tan multitudinario de voces, la diferencia hoy más que nunca está en el emisor. ¿Quién lo dice? ¿Desde dónde lo dice?

Entonces sí, las vacas sagradas han muerto. El cuento de la objetividad se terminó de caer. Pero el periodismo sigue ocupando un rol central, en tiempos de comunicación abundante, desordenada, engañosa, disfrazada. Ojalá la profesión esté a la altura.


JAQUE MATE